Los presidentes de las seis comunidades de la “España vacía” se han puesto las pilas frente a la amenaza de un acuerdo entre el gobierno central y Cataluña (bueno, y con alguno que otro más) que suponga un nuevo estatus político y financiero privilegiado para estos justificado en la necesidad de restañar heridas o apuntalar voluntades veleidosas. Lo he dicho muchas veces: los platos que se arrojan a la cabeza entre Madrid y Barcelona (a nosotros, que estamos en medio, también nos hacen alguna cuquera por el fuego cruzado) acaban rotos y quien los paga solemos ser los demás. ¿Le suena al lector esta situación?
Así que la principal denuncia y demanda de quienes suelen pagar tales destrozos a pesar de sufrir de forma pacífica y endémica la despoblación y la anemia económica producida por la peculiar arquitectura geográfico-política de España ha sido esa: que el modelo de financiación (y todo lo demás, oigan) no se lo diseñen en una mesa-camilla bilateral los fuertes, poblados y guapos y luego nos lo prescriban en el foro multilateral a los demás como un trágala.
Yo apoyo plenamente este planteamiento igualitario y justiciero. Pero no me aferraría a las etiquetas: dependiendo de la materia de que se trate y de las circunstancias, lo multilateral puede ser malo y lo bilateral bueno.
Porque verán: aquí también conocemos una larga historia de foros multilaterales en los que los negociadores aragoneses han venido con el rabo entre las piernas. En todo foro multilateral (como en la vida misma), uno tiene la oportunidad de hablar, pero las decisiones quedan determinadas por el peso de los más numerosos, fuertes y –por ello- influyentes. En el contexto de multilateralidad, apenas es audible la voz del débil. Por contra, incluso para aplicar a cada cual su parte de un oneroso acuerdo multilateral, la bilateralidad entre quien reparte el juego y el que ha de hacer de su capa un sayo con lo que le toca abre la vía a determinadas mejoras que no tienen por qué cuestionar lo esencial del esquema general impuesto como positivo para el conjunto (aunque no necesariamente para uno mismo).
Así pues, como lo habitual es que la ciudadanía aragonesa acabe siendo la que se sacrifica por lo que la mayoría considera el bien general, yo le pediría a nuestro presidente que no se aficione en exceso a las etiquetas. Que luego uno se arrepiente y tiene que dar explicaciones. ¿Se me entiende?