El portavoz del PNV en el parlamento de Euskadi, Joseba Egibar, durante el último debate sobre el estado del País Vasco evocó la ley de derechos históricos de Aragón para reclamar a Podemos y PSE su apoyo a las modificaciones del Estatuto vasco que PNV y EH Bildu aprobaron en la Comisión para la reforma del Estatuto de autonomía. En ese acuerdo se recoge el reconocimiento del pueblo vasco como nación, el derecho a decidir (se dice, además, que “el respeto a la legalidad no debe provocar la vulneración del principio democrático”) y una relación “de igual a igual” y de “no subordinación” con España, para la que prescribe como forma política la de Confederación.
La cita que hizo el señor Egibar era sesgada, mal traída. Nada en la ley aragonesa plantea el “derecho a decidir” (eufemismo para referirse al derecho de autodeterminación) como él sugería, ni el reconocimiento del pueblo aragonés en términos no admitidos hasta ahora por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (que no plantea objeción alguna al término “nacionalidad” o “nacionalidad histórica”), ni la supremacía del principio democrático sobre el de legalidad. Y, desde luego, no plantea ninguna relación “de igual a igual” con el Estado, cosa que no hay que confundir con el marco de relaciones bilaterales que opera desde hace años a través de “los órganos e instrumentos de relación bilateral instituidos al efecto, especialmente la Comisión Mixta de Transferencias, la Comisión Bilateral de Cooperación Aragón-Estado y la Comisión Mixta de Asuntos Económico-Financieros Estado-Comunidad Autónoma de Aragón, según lo marcado en la Constitución española y de acuerdo con lo que establece el Estatuto de Autonomía” (art. 5.2.b de la ley de actualización de los derechos históricos de Aragón).
A pesar de los esfuerzos del señor Egibar, su pretendida argumentación frente a sus oponentes a cuenta de la ley aragonesa no le sirve para nada. No le sirve porque, mientras sus pretensiones políticas beben del mal ejemplo catalán, denostado por la inmensa mayoría del aragonesismo político, la norma aragonesa no busca socavar la legalidad para hacer de Aragón un espacio propio y privilegiado al margen del interés común y del Estado de Derecho; y porque aquí –no le quepa duda al señor Egibar- se recibirán con acatamiento y respeto a las sentencias que emanen del Tribunal Constitucional si éste acaba declarando alguno de sus preceptos no conforme con la norma suprema del Estado. Tampoco le vale -ni a él ni a quienes desde el extremo opuesto claman contra la ley aragonesa- porque, a diferencia de las opciones unilaterales y rupturistas o de las que anhelan la vuelta a un Estado autoritario, uniformizador y centralista, nuestra norma propone un modelo de relaciones capaz de servir de ejemplo de equilibrada integración de nuestra diversidad en una España capaz de cohesionarnos a todos por contar con instrumentos como nuestra ley que permiten atender de forma adaptada a los dispares problemas y necesidades de los distintos territorios y pueblos que la conforman. La ley aragonesa pretende profundizar y desarrollar ese marco para llevar a efecto el pleno ejercicio de estos derechos reconocidos en la Constitución y en nuestro Estatuto. Pero, puestos a considerar su ejemplo desde la posición de otras comunidades, animo a quienes tengan espíritu constructivo y conciliador a que consideren nuestro caso como un referente para el modelo territorial del Estado y una vía a seguir para recuperar la armonía política y restañar las heridas de la intolerancia y el unilateralismo que ayer desgarraron a la sociedad vasca (bien lo sabe el señor Egibar) y hoy lo hacen con la catalana.
Se equivoca, pues, señor Egibar, en el uso sesgado que ha hecho de nuestra ley. Más le valdría leérsela bien para hacer justamente todo lo contrario de lo que usted predica. Aprenda de ella a reivindicar a su pueblo sin caer en el supremacismo, la ruptura y el desprecio por el resto de los pueblos y comunidades.