“La base de nuestros sistemas políticos es el derecho del pueblo a hacer y modificar sus constituciones de gobierno”. Esa frase, que equipara el derecho a dotarse de una Constitución y el de reformarla, es de George Washington. Y creo que da respuesta a todas las voces, tanto a quienes se niegan a plantear la modificación de la Constitución de 1978, como a los que proponen su reforma o sustitución despreciando el gran mérito colectivo que representó la transición de la dictadura a la democracia y del centralismo al autogobierno.

La Constitución nació del miedo tras cuarenta años de dictadura franquista, pero también del consenso, de la necesidad de tener esperanza, de las ansias de libertad de las personas y los pueblos, de la necesidad imperiosa de pasar página tras los años más negros de nuestra historia reciente. Era necesaria. Y fue muy útil. Pero está superada, representa un modelo de relaciones que es necesario revisar.

Tenemos el mismo derecho a aprobar la Constitución que a su revisión en profundidad para adaptarla, cuarenta años después, a la nueva realidad y a las nuevas aspiraciones de la ciudadanía, tanto individuales como colectivas.

La Constitución no es un fin en sí misma, sino un instrumento para la convivencia. Tenemos derecho a avanzar hacia la república, hacia una democracia real, hacia la garantía efectiva de nuestros derechos y libertades, hacia un modelo federal y solidario en el que todos estemos cómodos. Si el actual instrumento ya no da las respuestas que precisa la sociedad española, sobre todo las generaciones más jóvenes, oponerse a su reforma es traicionar el espíritu y la esencia de la propia Constitución.

Pero, para abrir un nuevo proceso constituyente, será necesario un clima de respeto, de diálogo, de generosidad como el que, hace cuatro décadas, hizo posible su elaboración y aprobación. Y, lamentablemente, el actual contexto de crispación política, de tensión territorial, de desconfianza en las instituciones, impide propiciar las condiciones adecuadas para abordar, con serenidad, ese nuevo contrato social.

Creemos primero el contexto político y social que lo haga posible y, después, abordemos la necesaria reforma, aprendiendo de quienes, desde la discrepancia política e, incluso, desde la desconfianza, supieron ceder y sumar para transformar nuestras vidas.