Resulta que sentimos un gran orgullo hacia nuestro entorno, nuestras tradiciones y nuestra cultura: nos encantan las montañas que nos rodean y los valles que nos cruzan, adoramos nuestra gastronomía y presumimos de ella allá a dónde vamos, nos gusta la jota y vestirnos de baturros en las fiestas de nuestros pueblos. E incluso forzamos un poquico el acento cuando nos preguntan de dónde somos y nos encanta recalcar palabras y expresiones únicas que utilizamos a diario. Sin embargo, este amplio legado cultural es menospreciado cuando es etiquetado como propio de la lengua aragonesa. Es entonces cuando hay un determinado sector que salta como un resorte, como si llamar a las cosas por su nombre, de repente, las hiciese menos. 

Esto no es algo exclusivo de Aragón, pues las polémicas lingüistas se suceden a lo largo de la península. Mientras que en otros países de nuestro entorno conviven sin problema distintas lenguas y se contempla como algo enriquecedor, en España se ve como una amenaza directa al castellano. No hace falta entrar en los ya demasiado manidos debates sobre los modelos lingüísticos en Catalunya, Galicia o Euskadi, sino que hay un ejemplo perfecto de esto mismo en Asturias, donde recientemente se está impulsando una recuperación de la lengua propia de la zona que, evidentemente, ha desatado las iras de aquellos que se obcecan en negar (o ignorar) su historia.

Esto viene a colación de lo que acaba de pasar en Huesca (o Uesca, en aragonés, porque deriva del latín Osca), donde esta última semana se han colocado tres carteles en la entrada de la ciudad dando la bienvenida en aragonés y castellano, denominándose ciudad bilingüe, y que han causado una gran polémica.

Parece mentira que en una ciudad donde uno de los nombres más puestos a los niños que nacen es Lorién (que significa Lorenzo en aragonés), un inofensivo cartel donde sólo se pone de manifiesto de manera simbólica que en esa ciudad hay gente que habla dos idiomas no haya durado ni 48 horas sin sufrir un ataque vandálico. Esa misma ciudad cuya afición de fútbol se ha hecho famosa por su lema “siempre fieles sin reblar” está dispuesta a retroceder en un asunto capital como es perder una lengua. Si según la UNESCO, el aragonés es una de las lenguas con más peligro de desaparecer del mundo, ¿cuáles son los motivos que llevan a alguien a estar orgulloso del legado de Agustina de Aragón o Ramiro I, reivindicar a San Jorge, la figura del Justicia y el folklore popular, y en cambio despreciar la fabla que los conectó? ¿Por qué se valora tan positivamente la existencia de museos que garantizan la historia de un lugar y no existe ningún reparo en dejar morir una parte tan esencial de ella?

Las personas que aún charramos esta lengua y que la hemos aprendido de nuestras madres queremos que se dignifique. Últimamente han ido apareciendo programas de fiestas en aragonés, carteles en las tiendas donde se indica que está ubierta o zarrada, y concursos de literatura que no tratan más que de visibilizar esta realidad lingüística existente y que siempre se había ocultado o menospreciado. Como parece que estas medidas no suponen más que palabras sueltas, se han recibido con cierta condescendencia paternalista, como quien ve a un zagal haciendo gracietas. Hasta que alguien se atreve a catalogarlo como lengua; ahí salen las voces críticas.

Como siempre ocurre en estos casos, enseguida aparece la postura utilitarista. El “para qué sirve” como respuesta a todo, como el alumnado de primaria que se queja amargamente de los deberes. Es un argumento que cae por su propio peso y que es fácil de rebatir. ¿Para qué sirve la música? ¿Para qué sirve el arte? Son preguntas que nadie en su sano juicio se plantea. La lengua de un país está salpicada de su historia y como tal es un bien que hay que proteger celosamente.

Otro argumento recurrente es el económico, el que alude a los numerosos gastos que conlleva la normalización lingüística. Ese dinero, dicen, estaría mejor empleado en el alcantarillado, el alumbrado o las carreteras secundarias.  Cualquier cosa, realmente, antes que invertirlo en algo que no vale para nada. Esto es tan o más sencillo de desmontar que lo anterior: si tratar de impulsar la lengua propia de un país va a causar que las carreteras dejen de estar asfaltadas o que desaparezcan las farolas es que la gestión económica de ese país/ciudad es nefasta. Por no mencionar que, actualmente, casi todo el trabajo que se hace por mantener el aragonés vivo se hace de baldes, es decir, gratis, o como mucho con pequeñas subvenciones.

En Aragón a veces decimos que nuestro enemigo lo tenemos en casa, pues muchas veces somos nosotras mismas las que nos ponemos la zancadilla para caer. Me resulta incomprensible que alguien que haya escuchado a su abuela hablando en aragonés a la luz de la lumbre sentada en la cadiera, reniegue de tan fantástica herencia.

A pesar de ello, aquí seguiremos nosotras sin reblar. Porque, al fin y al cabo, sólo somos un grupo de gente que no queremos deixar morir a nuestra voz.

Publicado en diario.es